martes, 31 de marzo de 2009

LA QUEBRADA




Cuando ya me había acostumbrado a mi barrio donde nunca pasaba nada tuvimos la oportunidad de mudarnos algunas calles más hacia el cerro en unos terrenos que les llamaban tomas. Allí era suficiente con llegar con calaminas y cuatro palos para construir una casa. Mi padre, en su infinito ingenio, logró construir lo que se convertiría en nuestro hogar por años, lugar donde con el tiempo nacería mi hermano menor y terminarían de crecer mis dos hermanas.

El piso era de tierra y de vez en cuando teníamos que echar agua y apisonar para que no se levantara el polvo ni nos invadieran los alacranes. Tiempo después mi padre, con ayuda de mis tíos, volvería a construir todo de nuevo pero esta vez de cemento, haría muebles de madera, diseñaría un segundo piso y levantaría una reja con su jardín y su césped.

Por detrás del terreno había una gran quebrada donde todos los vecinos arrojaban la basura porque no teníamos sistema de recolección, ni agua potable, electricidad ni calles pavimentadas. Así que llegaba al colegio con los zapatos sucios hasta que aprendí a llevarme una escobilla y sacudirme antes de entrar a clases.

Había una niña. Se llamaba Gabriela. Ella y su familia vivían un par de calles más allá de la mía y para llegar a su casa tenía que rodear el cerro de tierra pasando por una calle llena de perros que siempre me salían al paso a morderme. Yo creo que de esos días me quedó la afición por correr a toda velocidad hasta quedarme sin aire.

Gabriela vivía en una casa que eran dos cuartos con piso de cemento, pero rodeada por un cierre de madera invadido por las ramas de unos arbustos que crecían de manera salvaje. Vista la casa desde afuera se podía pensar que allí vivía una familia de locos, pero no era así. Ella tenía un hermano más pequeño muy calladito, su madre estaba todo el día trabajando lavando y planchando ropa ajena y con el tiempo se hizo muy amiga de mi madre. Ambas sabían lo que era ser de origen humilde y darlo todo por su familia para sacarlos adelante.

Gabriela también tenía padre, por desgracia, pero no era el típico padre que se desvive por los suyos como el mío. El padre de ella siempre volvía borracho, no sé si les daba palizas a ellos o a su esposa, pero su presencia era inquietante. Recuerdo que siempre que yo estaba en su casa y él llegaba venía y me daba un par de palmaditas en la espalda de cariño. Era un hombre afectuoso, pero torturado por alguna razón que un niño nunca sabrá, y por eso bebía hasta perder el sentido.

Gabriela intentaba por todos los medios relacionarse con los demás niños del colegio y, aunque tenía todas las papeletas para ser una niña aislada, nunca lo fue. Siempre se integró, se reía con facilidad, hacía las tareas y cumplía con todo lo que podía cumplir, pero el resto de los niños del colegio se burlaban de ella porque era pobre y venía con los zapatos sucios. A veces, si me la encontraba antes de entrar a clases, le prestaba la escobilla de zapatos y le ayudaba en todo lo que podía de las tareas. No creo que haya tenido yo más de diez años cuando la conocí.

Del colegio guardo los mejores momentos de mi vida y también los peores cuando los niños se burlaban de ella. Como yo era flaquito poco podía hacer para defenderla y soñaba con ser como Charles Atlas para salir a protegerla.

De ella se burlaban absolutamente todos; desde niños, apoderados y profesores pero ella se lo tomaba bien porque tenía un sentido del ridículo a prueba de balas. Siempre que le decían algo para herirla ella se reía con una risita tímida y se disculpaba diciendo que tenía el delantal roto o los zapatos sucios porque su familia era pobre y vivía en el cerro (pero se callaba el que su padre era alcohólico y a veces no llegaba a casa por dormirse en las calles)

Los niños y las niñas creo que tienen disculpa al burlarse de otros más desfavorecidos porque se están formando y el criterio se gana con los años.

El problema eran los profesores que bromeaban con la higiene y el extraño tinte rojizo de la piel que tenía Gabriela. Hubo una, especialmente malvada que siempre la humillaba. Un día la sacó adelante y pidió al curso entero que le ayudaran con cosas que les sobrara en casa. Una niña prometió al día siguiente regalarle una pasta de zapatos negra y otro dijo una escobilla. Gabriela volvió a sentarse a su pupitre avergonzada. Ya no reía y yo permanecí en silencio viendo como la maltrataban. En mi interior sabía que eso no estaba bien y me paré indignado pegándole un grito a la mediocre que teníamos por profesora de Técnico manual, Mª Isabel, pero nadie me apoyó y terminé e una esquina de la sala de clases limpiando la pizarra y barriendo. No sé si de esto se acordará alguien, pero yo si.

Me propuse ayudarle en todo lo que pudiese. Iba a su casa, le ayudaba con las tareas, le ayudaba con las maquetas de Ciencias naturales, le prestaba mis cuadernos si ella se enfermaba e intentaba no dejarla sola. Un día otra profesora que teníamos de Castellano, le arrojó el cuaderno al final de la sala porque estaba manchado de mantequilla y le metió una sonora cachetada que nos dolió a todos o al menos a mí más que todos. La profesora se llamaba Uberlinda y de linda no tenía nada.

Al año siguiente a esta mujer la cambiaron de colegio, pero yo creo que la internaron en un psiquiátrico porque estaba desquiciada. Gabriela no fue la única que sufrió sus cachetadas, pero a mi nunca me hizo nada. Si lo hubiese intentado no sé qué hubiera hecho. Por esa misma época me gustaba leer y recuerdo que mi libro favorito era “El niño que enloqueció de amor” y por su lectura andaba siempre en las nubes maquinando cómo matar a esta maestra. Incluso creo que un día intenté hacerle una zancadilla al borde de las escaleras para que se rompiera la crisma, pero como éramos tantos críos corriendo por salir del colegio, no se dio cuenta y salió ilesa.

Desde ese día de la cachetada, Gabriela comenzó a reír menos, pero era una niña muy fuerte y se guardaba todo dentro.

Siempre me acuerdo de ella con su pelo ondulado y castaño. Sus ojos expresivos, sus gramitos de más y sus granos rojizos en la piel del rostro. Granitos que todos los críos de mi barrio nos ganamos por toda la basura que se arrojaba en la quebrada que estaba al otro lado de mi casa. Esa quebrada que sólo atraía miseria y sarna a los niños.

Con los años las cosas no fueron a mejor. Su padre, un mal día, ya no volvió a casa. Se dedicó a vagar por las calles como un indigente preocupado más de beber vino. Se paseaba cerca del colegio por una plaza donde yo siempre le veía. Las primeras veces me reconocía, pero con el tiempo su vista se hizo nebulosa y dejó de reconocer mi rostro más por vergüenza que por mala memoria.

Gabriela se mudó de esa casa con su madre y su hermano pequeño a otra ciudad, a La Serena, donde los tres comenzaron una nueva vida. Ella jamás olvidó a su padre y, siendo ya adulta, cada vez que venía se quedaba en mi casa para peregrinar por las calles buscándolo para llevarlo a casa, pero él nunca viajó de regreso. Ella siguió intentándolo por años sin resultado hasta que un día nos enteramos que le habían encontrado muerto en la calle.

Lo último que supe de Gabriela es que había cambiado la ruta que tenía como azafata de Pullman bus y ahora viajaba al sur lo más lejos de la ciudad nortina donde nació.

A veces cuando me acordaba de ella salía del patio de mi casa y me iba a la quebrada de donde ella se ganó la sarna que siempre le acompañó de niña y la echaba de menos. En el cerro una vecina del barrio había construido una animita con una virgen y subía hasta ella para admirar la ciudad. Era una de mis pocas distracciones: subir el cerro y ver toda la ciudad con sus calles de tierra y pavimento, los coches pequeñitos, los camiones de la mina y las micros que llevaban y traían niños a la escuela para educarlos en la tolerancia a los demás. Tolerancia que Gabriela nunca sintió. Ella merecía un final feliz a su infancia pero Dios había decidido que perdiera por las calles a su padre sin más.

Por eso desde pequeño aprendí a no creer en Dios ni en su promesa. Me metí a cuanta iglesia evangélica, metodista, mormona, testigo de Jehová y absolutamente contraria a la religión católica como manera de insultarle por lo injusto que era con algunos. Vagué de iglesia en iglesia aprendiéndome rezos y cánticos evangélicos hasta que me di cuenta que se trataba del mismo Dios de injusticia. Y desistí de Él. Me harté y renuncié a creer porque si.

Con los años todo el mundo tuvo un lindo final: los chicos y chicas del colegio siguieron estudiando carreras profesionales (incluyéndome), la profesora Uberlinda tuvo un hijo bellísimo y seguro no recuerda a Gabriela ni a todos los que abofeteó, la profesora Mª Isabel aprovechó sus dotes espirituales, que nadie sabía que tenía, y se hizo algo así como médium-consejera-espiritual cambiándose el nombre a María Ángel y se hizo famosa en la ciudad, yo estudié Ingeniería de minas y Gabriela, bueno, de ella no se nada desde hace años. La última noticia que supe fue cuando la visité en La Serena y pude comprobar que aun conservaba un poco de la sonrisa tímida que tenía.

La quebrada donde la gente echa la basura y toda su mierda aun está detrás de la casa de mis padres. Sé que con el tiempo han prohibido seguir tirándola allí porque ya hay sistema de recolección, pero la gente persiste en lanzar por los aires bolsas llenas de desperdicios de vez en cuando.

Gabriela era como una Gran Quebrada donde todos echaban su mierda. Todos se descargaban con ella: las profesoras consejeras espirituales, su padre, los chicos y las niñas del curso porque ella llegaba a la escuela con la cara y los brazos con sarna y los zapatos sucios. Pero Gabriela siempre fue al colegio intentando conserva la sonrisa. Me gustaría saber cuántos de los que siguen arrojando mierda a la quebrada de mi barrio, pueden decir lo mismo luego de arrojar sus desperdicios allí.
¡Cuántos...!

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