martes, 31 de marzo de 2009

LA MADRILEÑA


Era una noche más en el Safari Night Club,
piel morena llenaba las noches de ritmo...
“Exótica” – Cholomandinga -







Tacones nuevos de aguja negra, un buen peinado a estrenar, falda de piel de jaguar ajustadísima, blusa blanca prieta que amenaza con estallar con el candombe, labial rojo por las calles como un farol, perfume dulzón, medias de rejilla, un carterón y la esperanza de que esa noche la corones con un acompañante que te encienda los cigarrillos y te abrigue entre sus brazos.

Por las calles, que recorre el taxi, van cayendo desde la ventanilla del conductor una a una las notas de una cumbia bella que deja un rastro que seguirán los hombres de la ciudad. Sueñas con las escalinatas doradas que llevan a La Madrileña y con ver el revuelo que vas a formar al bajar del taxi al mostrar tus piernas contorneadas, un poco rellenitas, pero suculentas.

Ya se detiene el taxi. El chofer te sonríe ofreciendo estar por ti a las seis de la mañana.

- A las cuatro, querido – dices - porque a las seis sólo las fursias andan por la calle.

Te bajas como una diosa que sabe que esa noche sus ojos verdes encandilarán a los transeúntes que se detendrán a verlos de cerca para convencerse de que la belleza existe y vive en tu piel morena.

Divina. Te guardas el tabaco en el carterón. Siempre hay un galán que te coge de la mano y te ayuda a bajar como una gran dama que eres. Junto a la disquería, a estas horas cerrada, te esperan esas escaleras hacia el salón de bailes y escupes el chicle en la calle porque eres una diosa de carne y hueso. Hoy te has hecho un peinado espectacular y te has dado algunas mechas rubias que resaltan más el verdor de tus ojos. Subes pausadamente y das un beso cómplice al guardia de seguridad porque ya eres de la casa y le aceptas un cigarrillo encendido.

- Esta noche no dejes entrar a ningún roto de calcetines blancos – le dices sabiendo que él te va a obedecer.

Cruzas la puerta que da al salón al filo de la medianoche y ahí están tus amigas esperándote cada una con una copa en la mano. Liliana, la parlanchina y Tati la calladita, que antes de empezar a hablar suelta una gran risotada. Un camarero se acerca ofreciéndote una piscola que rechazas.

- ¡Jamás en la vida, roteque, esta noche champán!

Y ahí, en la otra esquina, están las museo de cera. Ese despreciable grupito de tres viejas que te odian a muerte porque eres bella y porque no te merece ningún esfuerzo tener al hombre que quieras cada vez que te de la gana. Si la envidia fuese comida, con toda la que esas tres segregan por ti, se podría alimentar a toda Somalia.

Por fin tienes tu copa de champán y la bebes de un golpe porque quieres ponerte a tono pronto y soltar tu cuerpo para el primer caballero que te saque a bailar la primera cumbia sabrosa que suelte tus caderas y te haga reír. Muslos contorneándose, dedos y brazos estirados, saltos de uno a otro lado y coquetas sonrisas traerá la noche a ritmo de cumbión.

“Devórame otra vez”. Piensas en su letra cada vez que imaginas a ese hombre deseado que te haga seguir sus pasos con decisión viril. Hay tantas canciones que te gustan. Las de Adrián & los Dados Negros tus favoritas, La Sonora Dinamita y Mala gata, los antofagastinos. Vas a bailarlas todas frente a las tres urracas mientras clavan sus uñas en sus copas y se estropean el esmalte rosa.

No paran de mirarte y no te amilanas; por el contrario, tu te creces más ¡Qué feas son! Ahora entiendes porqué les llaman así, porque están estiradas hasta límites insospechados, las tres se hacen un moño escandaloso como una corona peluda de mona y se enfundan esos vestidos que se han hecho con las cortinas del centro de madres de la Población. Las miras despectivamente a las tres: está la mayor de todas que es presidenta de algo y que un día tuvo fama de ser la mejor moviendo las caderas, la segunda, aquella más morena que es mala mala y, que incluso dicen que se metió a sus cuarenta años a estudiar inglés con la otra tercera envidiosa para hablar mal de los demás frente a sus narices y así quedar de estupendas y cultas.

- Esa va de buena onda y a la primera oportunidad habla mal de la gente a la espalda y, ahora con las clasecitas de inglés te imaginarás el ridículo que hace.

Te das la vuelta para escuchar a Liliana, tu amiga que habla de la envidiosa bilingüe. Te aburren pero son tus amigas y ya es hora de que les prestes algo de atención porque ellas son lo más.

- Querida – le dices – hoy vienes pintada como una puerta.

El tiempo se detiene. Ha entrado en el salón de bailes el hombre más bello que has visto jamás ¡Dios, es gringo! Lo auscultas de pies a cabeza y, horror de horrores, lleva calcetines blancos. Eso significa que le ha dado una suculenta propina al guardia de la entrada para dejarle pasar de ese modo. Es alto, rubio castaño, ojos oscuros, viste camisa blanca como de camarero y chaqueta sin corbata, pero se ha pedido una cerveza en botella. Descartado. Ya ha dejado de gustarte. Es un chulo de medio pelo y se lo dejarás a las envidiosas que lo miran embelezadas.

Liliana habla. Y cuando eso sucede te duelen los oídos.

- Déjame decirte que conozco de hombres, brutos y también galantes y a todos los respeto mientras se lo merezcan y el que acaba de entrar no se lo merece ¡Ni se te ocurra fijarte en ése!

- Muchas gracias, linda, tu sabes cual es mi manera de ser y de pensar – le respondes.

Te sientes segura. No te ha ido nada de mal en la vida, por lo que crees que haces lo correcto al no fijarte en ninguno de esos ordinarios que se cuelan en La Madrileña y la llenan atraídos por las trompetas de los Viking 5 y Tommy Rey. Te enciendes otro cigarrillo y pides una copa fuerte como un vodka naranja mientras mueves las caderas al ritmo de “su corazón que aún se siente palpitar en el viejo Galeón Español...”

Hasta ahora Tati se había mantenido callada pero se ha decidido a hablar. Eso quiere decir que está borracha como una mona y que pronto empezará a reírse de las museo de cera. Porque Tati es así, habla poco, pero cuando se ríe echa la sala de fiestas abajo, cosa que no te gusta nada, pero te aguantas guardando la compostura. Cuando Tati empieza a reírse de ese modo sabes que falta poco para pedirle las llaves del baño al guardia para encerrarla en el váter y sacarla a las cuatro de la mañana para montarla en un taxi que se la lleve a su casa que está a un par de manzanas.

Liliana, por el contrario, está todo el rato habla que te habla que termina por enfermarte, pero también te aguantas. Después de todo es la primera que liga y es la primera que se levantan de la mesa y ya no vuelve más.

Estáis rodeadas de jotes, como les llamas a todos los hombres que pululan por el salón de baile y entre las mesas abarrotadas de botellas y copas buscando una pierna que les abrigue al menos una noche.

- ¡Puta los güeones feos! – exclamas con un suspiro desesperanzador – todos son guatones, pelaos, hediondos a patchoulí y mal vestíos ¡Y seguro que están todos casados!

- ... Pero algo tenemos en común... Y es que somos MUJERES, y con eso me basta...

- Si, si, linda, tienes razón – dices desorientada porque no estabas escuchando absolutamente nada de nada de lo que dice Liliana.

Miras a la esquina. Las urracas envidiosas ya no están y te agobias ¡Jamás hay que perder de vista al enemigo!

- Linda – preguntas a Tati, que sigue hablando sola salpicando con su copa a todo dios - ¿dónde están las museo de cera?

- ¡Y a mí qué me importa!

Miras sus ojos vidriosos y piensas que tu amiga ya venía bebida de casa y está a punto de ganarse las llaves del váter porque te niegas rotundamente a pasar vergüenzas con una borracha y menos si a ésta le da por meterle mano a todos los hombres del salón de bailes.

- ¡Oye tu, el de los calcetines blancos, yo soy la menor de estas tres viejas! – grita Tati, que ya ha olvidado las formas.

- Querida, esto no es una despedida de soltera. Estamos en La Madrileña y hay que ser finas porque hay que pinchar ¿Me sigues, linda?

- ¡Qué atroz la Tati bebida! – exclama Liliana escandalizada.

- Vamos a hacer que se calle. ¿Tienes un porro para dárselo y que se quede frita?

- ¡Uffff! parece que les dolió el comentario. Ya saben que por más que hablen bajito yo soy medio bruja y casi siempre sé lo que piensan ustedes las viejas porque son demasiado predecibles ¡Me quieren meter al váter como el sábado pasado!

La más vieja de las museo de cera se ha plantado frente a ti con las llaves del baño que se mete a la cartera. Te echa una mirada de arriba abajo y se aleja al son de una cumbia sabrosa triunfante. Por delante aun quedan dos horas de aguantar a la Tati borracha y sin modo de esconderla de nadie.

Suena “Esta canción que canto, amigos, es una más de dolor...” y tus muslos empiezan a temblar. Hay que bailar con quién sea. Pronto serán las dos de la mañana, hora en que el maquillaje y el desodorante te empiezan a abandonar y aun no has visto a un hombre que valga la pena. En la otra esquina hay una mesa con cuatro muchachos rapados que parecen recién salidos del servicio militar. Liliana, que te mira leyéndote en pensamiento, te detiene.

- ¡Ni se te ocurra! ¿No te acuerdas de lo que pasó la semana pasada? Me llevé a uno de ellos a casa y me bebió toda la cerveza del refrigerador ¡Me costó tres días echarlo de mi cama!

- Lo tuviste tres días contigo, eso quiere decir que el chico tampoco te disgustaría.

Liliana se ofende. Le quita una copa al camarero de la bandeja y se la bebe al seco como una buena camboyana y te deja sola con la borracha.

- No te hagas la fina conmigo, chica, tu también estás como una perra por llevarte uno a casa. Si no fueras tan fruncía te iría mejor.

En el fondo sientes que ella tiene razón. Ser una mujer soltera a los cuarenta y dos no es fácil y menos en esta ciudad pequeña para tus aspiraciones. Cruzas el salón manteniendo el tipo hacia la ventana que da a Condell y te entristece ver lo que hay en la calle. Ves pasar uno, dos, tres y así un sinnúmero de taxis colectivos con gente que va a sus casas con su familia. Familia que tú no tienes y que has perdido la esperanza de tener. Vas a terminar como cualquiera de las tres “museo de cera”: operada, vieja, sedienta por jovencitos, borracha y con un carterón de Tacna de imitación colgando del brazo.

Los pelados del servicio militar corean una canción y te irrita porque crees que te cantan a ti eso de “Tarjetita de invitación”. Invitación de boda que tú nunca enviarás a nadie jamás en la vida.

Les das la espalda. Ya no estás en edad de aguantar niñerías, el instinto te falla y cada vez que das con un hombre que vale la pena resulta ser casado, separado con tres hijos, borracho, flojo e incluso, alguno muy guapo, termina por escapar de ti con su novio que, aunque es un hombre, le ofrece una vida mejor que la que tú podrías ofrecerle. Si no te hubieses bebido esa última copa estarías lo suficientemente lúcida como para deprimirte. Pero algo en tu interior te detiene y te dice que en algún sitio hay alguien para ti y te creces aún más porque no quieres terminar borracha como Tati; así, rodeada de amigas que sólo quieren deshacerse de ti.

Tus caderas se mueven solas con el “tomo para no enamorarme, me enamoro para no tomar” y la sonrisa vuelve a tu rostro. Tus ojos verdes no merecen acabar la noche así, sola como una perra arestinosa.

La museo de cera mayor se te acerca y te coge por un brazo ¡Cómo se atreve!

- Hola – te dice – yo sé que tu crees que yo y mis amigas te tenemos envidia y no es tan así. Es sólo que nos recuerdas a cuando nosotras teníamos quince años menos y nos íbamos de fiesta.
Enmudeces. La vieja aquella no parece tan mala gente o al menos eso dicen sus arrugas al reflejo de las luces de la sala de fiestas.

- Quiero presentarte a mi sobrino – continúa – No le rompas el corazón y baila con él porque es un poco tímido.

Le das las gracias aguantando una lagrimilla y te preguntas qué ha hecho que ella venza su orgullo y se acerque a ti.

- Mi sobrino es mudo – recalca ella - Espero que no te importe. Después de todo con el bullicio que hay aquí no harán falta palabras. Con mis amigas te hemos elegido a ti por ese afán de guardarte para un hombre que valga la pena y, además, porque una de tus amigas está vomitando en la barra y la otra está enredándose con los milicos. Has ganado por descarte.

Enmudeces. Tu también te has quedado muda. Alguien está de pie a tus espaldas, sientes que se te pone la carne de gallina y que un hilillo nervioso de sudor recorre tu espalda y se escabulle hacia tu falda felina. Te coge por el brazo y te quita el carterón para dejarlo sobre una silla abandonada. Con la otra mano te coge por la cintura y te invita a bailar con esos aires de saber exactamente lo que quiere de ti. Quiere bailar y hacerte feliz unos minutos. Ni más ni menos.

Y eso haces. Bailas sin palabras en el medio del salón. Las chicas del museo de cera ya no te miran con envidia, ahora te miran emocionadas por verte bailar ilusionada como ellas bailaban quince años atrás. Afuera, son casi las cuatro de la mañana. Adentro, en el salón de bailes de La Madrileña, es medianoche.

Afuera, en la calle, un taxista espera por una princesa para llevarla a casa sola. Pero se equivoca. La princesa de ojos verdes ya no necesita que la lleven porque ya tiene quien la lleve por las calles al ritmo de la cumbia sabrosa, al ritmo de su corazón.

“Cuando vayas a bailar, no te olvidaras de mí, pasito tum tum...”

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