martes, 31 de marzo de 2009

LA DRA ROMARIA


“Ponte el disfraz y la cara enharina.
La gente paga y quiere reír,
¡Ríe, Payaso, y todos te aplaudirán!
¡Ah, ríe, Payaso, sobre tu amor hecho pedazos!
¡Ríe del dolor que te envenena el corazón!

“I pagliacci”
- Ruggero Leoncavallo -






Esta ciudad llena de neones y cartelitos luminosos de Schweppes, Vodafones y Tíos Pepe necesitaba una heroína mediática de las eternas de antaño y no de las de hoy que sólo duran los quince minutos de Warhol en TV. Era una necesidad básica humana: creer en la superioridad de otros frente a la debilidad propia, pero con la sobreexposición en los platós de gente paleta y ávida de euros, nadie se acordó que las heroínas que cada uno necesita pululan por montones en cada esquina de la ciudad.

Se hicieron campañas de publicidad, muchos castings kilométricos, muchas filas desesperadas de chicas vestidas de capa, plumas, látigos, cuernos, máscaras de cuero y alguna que otra bruja Drag Queen cantando coplas, pero nadie valía para esto porque nadie tenía tiempo que perder defendiendo desvalidos sin pasta ni contratos de por medio. Y sólo salieron a la calle las bulímicas y anoréxicas deseosas de fama ¡A bailar!, de los flashes en alfombras verdes y las de los programas del corazón donde mostrar relaciones rotas, montajes y suicidios cerebrales. Nadie entendió la idea y la idea se disolvió por las alcantarillas que llevan a las profundidades de la miseria humana. Meses después era sólo una leyenda urbana y los telespectadores lo agradecieron.

De este modo, las grandes heroínas se esconden y, cuando la tormenta de los medios ha pasado, salen a la luz respirando como se respira después de un día de lluvia.

Señoras y señores ¡la heroína ya existía entre nosotros!, pero no como la imaginamos en nuestra estúpida y amaestrada cabeza.

La doctora Romaria vivía en las calles como una indigente recorriéndola con un carrito de la compra lleno de artilugios y cosas inservibles que le valían de armas para protegerse de la mala leche y el olvido al que sometemos a los grandes corazones. Era todo lo que podemos desear como ícono: alta, pelirroja, muy pálida, vestida con un abrigo largo agujereado, un sombrero rebelde a lo Marlon Brandon y unas botas largas de montar que había encontrado tiradas en unos cubos de basura del Rastro. Otrora amasó una gran fortuna, decían los entendidos en la materia si se les puede llamar entendidos, y era un secreto a voces que lo de su indigencia era por excentricidad. Llamémosle que sufría de un síndrome de Diógenes ambulante porque coleccionaba relojes antiguos, libracos de historia, cintas de música vieja y un antiguo reproductor de cedés; también ropa en buen estado que repartía entre sus congéneres que sentían frío ante la indiferencia de los transeúntes de la Gran Vía.

De noche, y sólo de noche, asomaba de su carrito de la compra un gato romano anaranjado al que llamaba cariñosamente “gatuno estelar“ porque estaba algo ida y a todo lo bautizaba con nombres estrambóticos. De ese modo si le preguntaban por la Gran Vía ella decía no conocerla y a los turistas enviaba a la “Autopista del caos” (homenaje a algún amigo que había hecho del caos su fuente de inspiración); la Cibeles era la “Señora Leona”, el kilómetro cero era “el ombligo del mundo”, el Ayuntamiento era la “cueva de las víboras”, las torres Kío eran “las playmovil”, y la Puerta de Alcalá: “ahí está, ahí está”

Gustaba de ponerse a las orejas unos cascos gigantescos, que a veces ponía en silencio para enterarse de dónde estaba porque era muy despistada, y otras escuchar canciones disco de esas que pasaron sin pena ni gloria para todos menos para ella. Su canción favorita era “Am I ever fall in love in New York city” de Grace Jones, no por ninguna razón yanki, todo lo contrario, sino porque una noche una mujerona muy alta, con un pelucón escandaloso y pintarrajeada como una puerta le había regalado un libro sobre una Escuela de Glamour y se hizo adicta a él (al libro je je.) Y es que eso de pasearse por la Autopista del caos le había dado ocasión de conocer a toda la fauna que por ella pasea de día y de noche: los hermanos “jevi”, a Alaska y Vaquerizo y sus amigos de negro que le parecían lo más de lo más (cuando no usaban gafas oscuras), los chinos que vendían arroz en cada esquina, los que vendían cerveza en lata, las prostitutas con cara de niña de los portales, los repartidores, los vendedores del top manta y las mariquitas adictas a Cool y Ohm que siempre intentaban liarla para meterla en esos sitios y algún que otro poli con conciencia (quedaban pocos)

Y aunque era todo corazón con las penas humanas también era puro rechazo con los payasos y los falsos: Esos que se le acercaban micrófono en mano para sonsacarle estupideces y mostrarlas en “Podría estar pasando”, las que iban de alcaldesa que intentaban usarla de símbolo contra la pobreza a las que trataba gentilmente de “porcas putanas” (algo me dice que nuestra heroína hablaba muchas lenguas ¡como si eso fuera tan extraño en la Autopista del caos!), no soportaba a las niñatas tontuelas que se montaban en los coches de los niñatos tontuelos que se cubrían la cara con unas gafas inmensas como si fueran superestrellas estrelladas(no había cosa que más le molestara que alguien que no muestra sus ojos; lo digo porque alguna vez que me puse las lentillas de colores y salí a dar un paseo por el centro me la encontré de frente y sin mediar palabra me dio en la cabeza con un libraco)

Otro día me la encontré reprendiendo al tontuelo de turno que, sintiendo frío por la nevada, escribió con un espray en una pared al lado del Palacio de la Prensa: “Si tienes frío quema a un madero” (nunca la vi tan ofendida porque en la capital se les llama “maderos” a los policías). Y aquella otra vez que sufrió un ataque de rabia en pleno Mc Donald de Montera al ver una pared pintarrajeada con eso de que “la única iglesia que ilumina es la que arde”. No es que fuera muy religiosa ni cristiana, no. No había cosa que detestase más que los fanatismos. La verdadera razón era que en todas partes hay gente buena (las menos) que se van lejos de sus familias para ayudar a los hambrientos del África y la América india en el nombre del Señor, aunque el resto se encargase de vaciarle los bolsillos y las mentes a los pobres con el cuento de la venida de Cristo, los aprehensivos del Opus Dei, los Mormones del diezmo, las sectas roba-prostituye niños, los terroristas panza-bomba, los Juan Pablos del pasado y los Benedictos del presente. Para ella valía más ese único sacrificado con vocación que mostrase a los demás “ladrones con la cruz a cuestas” de que aún podían retomar el camino a través de la ayuda humanitaria. Por eso no quería ver ninguna Iglesia arder, por ese “uno” que se lo tomaba en serio y que salvaría no sólo a hambrientos y desvalidos; sino que también a los ladrones a manos llenas, magos que vendían ilusión, fantasmas de sotana que persistían en perderse por los saunas de chueca, obispos alérgicos al látex del condón, los trepadores de las murallas del Vaticano y acérrimos defensores de todo lo contrario que fuera en beneficio de la Humanidad.

¡Esa era nuestra Doctora Romaria! Una idealista que sufría hambre y frío, no sólo en Ramadán, sino que todo el año y, cuando se acordaba que tenía casa, tocaba el timbre en su piso en las alturas frente al ángel del Edificio Metrópolis donde se refugiaba y dormía por días limpiándose del sufrimiento que había arrastrado consigo en su vagabundeo.

Al llegar a casa el gatuno estelar saltaba del carrito de la compra y, después de comer lo que le dejara la señora de la limpieza, trepaba a la ventana y se quedaba ensimismado con la estatua del ángel del Metrópolis y las luces de los coches de aquí para allá. Muchas veces la doctora Romaria había tenido que sujetarle por las patas para que no saltara al vacío por admirar la belleza que le atraía por enamoradizo. Eran noches mágicas, ella y su cucho anaranjado, observando desde el cielo la belleza de la ciudad olvidando unos instantes la fealdad de la gente.

Su piso estaba prácticamente vacío, solo lo adornaba una cama grande para ella y otra chiquita para el gatuno, un gran reloj de pared detenido (que dicen que era mágico porque daba vidilla a quien perdía un poco la esperanza), cajas y cajas de periódicos y libros de esos que no se pueden tirar a la basura ni de broma y en el techo una gran cristalera por donde entraba la luz del sol y algunas gotitas de lluvia.

Se preguntarán que pintaba ahí una señora de la limpieza ¡buena pregunta! Era la encargada que a la Dra Romaria no se la tragara la multitud de cachivaches que arrastraba consigo cuando volvía y, como tenía mala memoria, nunca recordaba lo que traía o dejaba de traer. Esta señora menudita se llamaba la Señora Mihau y estaba siempre con la sonrisa en el rostro, iba siempre detrás de la doctora limpiándole las huellas de los pies, y sacudiendo al gatuno cada vez que se dejaba. Al mirarla al rostro podías adivinar que no tenía ni pajolera idea del idioma, pero era muy lista y un alma bondadosa capaz de cuidar a la doctora cuando se dignaba a tocar a su propia casa. Algunos dicen que la señora Mihau era filipina, pero yo creo que era islandesa de esas que de tanto reírse se arrugan como una pasita. En español sólo sabía decir: “Ta liko, ta liko” y lo decía sólo cuando obligaba a la doctora y al gatuno a comer. ¡Ah! También sabía decir “Leílse” cuando veía a la doctora contrariada con tanta pena a cuestas del mundo. ¿O sería japonesa la señora Mihau? ¿Vosotros qué creéis?

Pero no había descanso que valiera para nuestra heroína. Abajo la ciudad bullía en maldad y mala leche y los esfuerzos de los curritos y machucados por la vida se hacían lágrimas saladas. Y eran los llantos, suspiros y quejas lo que la sacaban de su sueño profundo; se vestía, cogía a su gato romano de las patas y lo metía al carrito de la compra y éste, por arte de magia, asomaba la cabecilla con un billete en el hocico que la Dra Romaria le dejaba a la señora Mihau para que estuviera al volver. Aunque tengo la impresión que a la señora Mihau el dinero le traía sin cuidado.

Un día la Dra Romaria, dando un paseo por La Latina encontró un cerdito de peluche con una nota pegada a la pata que le rompió el corazón. La nota era una carta escalofriante de ¡auxilio! Y que paso a transcribir literalmente para que veáis lo empática que era ella y lo fácil que se acongojaba por los demás. Ejem, ejem, decía así:

“¡La vida está llena de improcedencias!
Soy La Gran Empresa: multinacional, globalizada, mundial; manos baratas, convenios, sindicatos y circo, ¡Equilibristas, echaros a temblar! Seguridad dolorosa, desconfianza, desilusión y rencor. ¿tu crees que a alguien vas a importar? ¡No sois más que números, estadísticas frías, ofertados y demandados, líneas telefónicas, unidades de mando, líneas de producción! ¡No habléis, riáis ni protestéis porque estoy siempre olisqueándolo todo!
Si te despido verás cuan prescindible eres en segundos y buscarás otro trabajo igual: Revolución con aroma a carbón, Energía-explotación, Petróleo y desdicha, xenofobia, fundamentalismo y atención al cliente.
Si te quedas para ascender, esas miradas te acecharán desconfiadas por los pasillos. Si, pequeño gusanito trepador, es el precio de estar bajo mi protección. Pero no temas a esos rebaños de ovejas tuertas.
¿Te aplauden? ¿Te temen? Y recuerda, gusanito, a ti también te puedo despedir...”


La doctor Romaria echó a temblar. Se había encontrado cara a cara con la principal preocupación de la gente que viaja en metro de madrugada: un gran monstruo invisible al que ella se sentía incapaz de combatir ¡Ni un ejército de empáticos podría con él! Cogió el cerdo de peluche, la carta, el carrito de la compra y el gatuno estelar y corrió por las calles hasta esconderse entre unos contenedores. A través de ellos veía pasar a la gente cabizbaja rumbo a su trabajo y no supo qué hacer. El mal no era un enemigo concreto, el mal estaba en el aire, se podía y cortar con un cuchillo y era parte de todos ¿pero quién alimentaba esa tragedia humana que es la incertidumbre laboral? ¡Lo tendría que averiguar so pena de nunca más volver a dormir tranquila!

Abrió el carro de la compra y metió dentro al cerdo de peluche junto al gatuno que le daba de arañazos y salió disparada a casa sin reparar ni en los hermanos jevis que siempre la saludaban al pasarse por su bar de la acera de la Gran Vía... digo por la autopista del caos.

No muy lejos de allí, escondido en su BMW, estaba Mister Pagliacci observando a la Dra. Romaria correr despavorida entre la gente confundida como alma que lleva el diablo. Ella había descubierto su ridículo plan maléfico: sembrar la incertidumbre entre la gente con estas notas creadoras de miedo a los despidos multitudinarios ¡Un loco que buscaba la confusión!

El Pagliacci vestía de traje y corbata con unas grandes gafas de diseño que casi le cubrían todo el rostro y un maletín donde encerraba los sueños arrebatados a sus empleados de bajo coste. Era dueño de media ciudad porque la otra mitad se la había jugado en la banca y la había perdido. Ahora, para recuperarse, sería necesario despedir a todo dios y volver a salir a flote. Sólo tenía una enemiga: la alcaldesa (que quería lo mismo que él pero con artimañas legales más finas) a la que había sobornado y ella había osado pedirle mucho más ¡Mujer sin escrúpulos y con menos sentido moral que una manada de hienas y la sensibilidad social de una panda de escorpiones! Bueno, ahora, también estaba esa mujer con el carrito de la compra con aspecto de loca, pero no sería un gran problema. ¡Qué guerra le podía dar una mujer que ayuda a los indigentes! ¡Dónde iría ella con un papel que al final verían todos como si fuera publicidad de un restorán!... ¿A la televisión? ¡Esos mileuristas que mostraban las noticias que él quería mostrar!

El Pagliacci, el Pagliacci ¡Cuánto daño pensaba hacer a sus empleados de todas las fábricas que era dueño por jugarse sus sueldos en la banca! Pero la Alcaldesa no se quedaba atrás en cuanto a maldad. Era la responsable del alza de los impuestos y de todos los bienes básicos, multas por doquier, mano suave con los delincuentes y reducción de condenas y su última idea y la peor de todas: abrir expedientes de deportación a 35 inmigrantes sin papeles por día. De no cumplir esta meta diaria la policía sería amonestada severamente ¡Si no los encontráis, buscarlos bajo las piedras!, dijo ella orgullosa. Las manos extranjeras que una vez fueron útiles ahora ya no lo eran y, los que estuviesen indocumentados... ¡Pa’ fuera con viento fresco como en los EEUU (donde la alcaldesa hizo un master y la Libertad es una estatua)

Grandes enemigos había descubierto la Dra. Romaria que, en su empatía, no logró esquivar tanto sufrimiento humano y cayó enferma por días. Y en las calles se le echaba de menos y todos preguntaban por ella y por su carrito de la compra de donde siempre salía un caramelo para algún crío, una oferta de trabajo para alguien parado, un billete de metro para quien lo necesitara, una palabra de aliento para un sin techo pegado a su tetrabrik de vino.

La señora Mihau se preocupó tanto cuando la vio llegar apresuradamente a casa que permitió que no comiera para irse directa a la cama. Mientras rebuscaba en el carro de la compra descubrió el cerdo de peluche y lo puso de adorno sobre el reloj mágico del salón. Pero no se olvidó del tema.

Mientras que afuera; en las calles, la gente se organizaba en manifestaciones que alguien tomaría en serio, la Señora Mihau recurría a un antiguo hechizo de su tierra mezclando en una olla ramitas, yerbajos, raspitas del reloj mágico, vino tinto caliente y rezos para darlo a beber a la doctora y con este bebedizo ella recuperara la fe en el equilibro universal. Dicen que se lo dio a beber mientras dormía (así que poco o nada se acordará ella de cuantas cucharadas le metió) pero la doctora Romaria despertó unos días después más hambrienta que su gato y casi se comió todo el frigorífico. Se puso guapa guapa y dejó de sentirse mal por la suerte del mundo. Se curó de su empatía crónica y pasó de la preocupación a la acción. Abrió la ventana de su cuarto y de un silbido llamó al gato estelar que corrió junto a ella. Cuando salió a la calle rebosante de alegría metió las manos en su carro de la compra y sacó de allí, mágicamente, millones y millones de libros con los derechos laborales que repartió entre los transeúntes sin discriminar si tenían buena o mala apariencia. Se detuvo en un kiosco de la prensa y le regalaron un periódico donde se denunciaba las persecuciones fascistas de inmigrantes ilegales en Plaza de Castilla. Lo leyó indignada y lo metió al carro de la compra donde se multiplicó. Estuvo todo el día repartiendo noticias sobre injusticias, chorizos, ladrones varios, funcionarios saca-vueltas y dineros que no llegaban a colegios y hospitales. Todo lo multiplicaba dentro de su carro de la compra y acabó agotada.

Ese día la gente de a pie despertó y se dio cuenta que tenían derecho a una vida mejor sin tiranías legales y, seamos sinceros, porqué le tenían más fe a la Dra. Romaria que a la Lotería de la Manolita.

¡Vete tu a saber como llegó esta noticia al Pagliacci y a la Alcaldesa! Pero supongo (no imagino modo alguno distinto) que fue por culpa de los reporteros mileuristas que no perdían nada si soltaban esta noticia en el telediario. ¡Qué iban a perder si muchos de ellos ganaban menos del mínimo como sueldo persiguiendo a la Pantoja! así que se cambiaron a delatar a los funcionarios inútiles, a los políticos ladrones, a los curas oscurantistas, a los hechiceros de África y Sudamérica, cirujanos plásticos y abogados usureros (eso para empezar, luego seguirían denunciando y sacando al aire cuanta injusticia vieran)

Sin quererlo la Dra. Romaria, con un poquito de magia filipina ¿o sería china? logró remover el fondo del río de la mediocridad político-social-judicial y con un poquito de ayuda de sus amigos: los periodistas mileuristas encendió la mecha de la revolución más rápido de lo que prende la mecha de los fuegos artificiales de Noche Vieja.

Y por unos días se aparcó el circo televisivo, los realities, el corazón, el futbol de sueldos millonarios, las ideas de riqueza sin esfuerzo, la crisis de EEUU ¡qué nos importa a nosotros lo que pase allí! y la gente se enfrentó a sus problemas reales e inmediatos sin distracción alguna de ninguna parte.

Pero el Pagliacci y la Alcaldesa no descansarían en su empeño de minar los derechos (y los deberes también ¡Qué fuerte!) de la gente, pero ahora habría una reacción con una nueva arma: la voluntad. Con este nuevo poder la gente se dio cuenta que no necesitaba de héroes ni heroínas de superpoderes porque el poder para cambiar las cosas estaba en sus propias manos. Ese día los ídolos cayeron y se transformaron en lo que han sido siempre: estatuas ornamentales como recuerdo de alguna hazaña no demostrable.

Todo en siete días. Porque al séptimo día la Dra. Romaria, tan empática ella, dejó de sufrir por los demás. La gente dejó de ser una multitud quejumbrosa para pasar a ser una multitud activa y con poder de decisión. Ese día, nuestra heroína, que odiaba las gafas oscuras que esconden los ojos, devolvió la mirada a las ovejas ciegas del rebaño que se encaminaron por los caminos que ellas querían recorrer.

Cuentan que en algunas noches, la Dra. Romaria y su gatuno estelar, salen de su piso en las alturas frente al ángel del edificio Metrópolis y recorren la Autopista del caos repartiendo dulces entre los críos y, si alguna nube de injusticia se asoma en el cielo, ella solícita abre su carrito de la compra y saca notas de interés para ayudar a los cegatas que no quieran ver.

Y bueno, alguna que otra noche también, cuentan que algún pícaro logra liarla y la mete a la discoteca Ohm y se echa un bailecito entre las minorías (da igual qué minorías) y baila y baila con su gato liado al cuello.

¡Algunos días te echamos de menos, Doctora Romaria! ¡Eh! Y también extrañamos a tu gatuno que saca billetitos con el hocico del carro y los escupe a los gorrillas, a los músicos ambulantes y a las estatuas humanas de la Plaza Mayor.

¿Y la señora Mihau... era china o qué? ¡Vete tu a saber!

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