domingo, 29 de marzo de 2009

ESE NIÑO FLAQUITO


De pequeño nunca me escapé del colegio. Todo lo contrario. Quería vivir allí.

Buscaba una y mil excusas para quedarme hasta tarde y cuando ya era de noche me iba a casa de un compañero que vivía al frente porque no quería ir a casa.

Mis padres eran los más buenos del mundo.

Mi primer recuerdo de niño, algunos no me creerán, son ver la pantalla gigantesca del cine de mi ciudad cuando iba con mi madre a ver alguna película. Yo iba dentro de su vientre. Recuerdo a Julio Iglesias cantándole a una chica con un fondo de flores rojas y recuerdo a esa otra chica de pelo castaño liso sentada de noche en las escalinatas de un edificio. Mi madre siempre me decía que no podía ser cierto, que ella tenía ocho meses de embarazo cuando vio esas películas. La verdad que le habían encantado, supongo, porque me transmitió lo que veía a través de sus ojos por el cordón umbilical.

El siguiente recuerdo es estar abrazado a mis padres, en una casa muy pobre y con una gran ventana de madera que daba a algún sitio. Un misterio de imagen porque la habitación estaba en penumbras pero sabía que era de día.

Un niño debe tener muchos recuerdos pero se desfiguran con facilidad. Hay quien es eiditista pero jamás deja de serlo al crecer. Y es fácil mezclar realidad y ficción, sueños con fantasías, la vida real con la que te gustaría tener. Y eso sentía en la cuna. Me dormía en una cuna que mi madre cubría con una colchita celeste que también cubría las barras para no escaparme. Me gustaba jugar con esa colcha que me cubría como si fuera una tienda de campaña. Soñar que afuera explotaban los planetas y yo volaba en mi nave sin rumbo ni dirección. Todo habría sido lo más normal del mundo dentro de lo que se llama imaginación infantil si no me hubiesen dado constantes ataques de catalepsia.

Con los años aprendí lo que era eso. Intentaba quedarme dormido y una pesadez en la cabeza me empujaba hacia abajo, sentía un zumbido en los oídos y me sabía despierto, sin embargo no podía moverme ¡Me quedaba petrificado! Si controlaba la respiración podía verme desde el cielo acostado en mi cama durmiendo plácidamente. Una noche desperté acostado sobre dos sillas dispuestas como una cama en la habitación que usábamos como salón. Antes que viniera algún ser demoníaco a devolverme a mi cama intentaba despertar, cosa que hacía de un sobresalto. Tuve catalepsias hasta hace poco siendo adulto. No son nada agradables, pero para un niño eran aterradoras. Aterradoras no por el miedo que pudiera darte quedarte muerto de un momento a otro, eran aterradoras porque sabía que era ese el poder que yo tanto anhelaba para volar a otros mundos y no sabía controlarlo a voluntad. Lo tenía en mis manos y no sabía usarlo. Un día, siendo adulto, dejé de tenerlo y me resigné a la vida que tenía. Tendría que buscarme otros medios para viajar.

Si. Era un niño raro, pero el problema lo tenía yo, que con siete años, estaba sediento de vivir alguna aventurilla de las que buscan los críos: cazar caracoles, contar los pasos hasta el jardín más cercano, mirar por las rejas de las casas, imaginar que era un robot gigante que recorre países cruzando cordilleras (muritos) y océanos (charcos de agua) con mi mejor amigo, un niño flaquito que dibujaba superhéroes, le ponía nombres de países a los jardines y coleccionaba álbumes de láminas. Antofagasta, mi ciudad en Chile, estaba poblada de muy pocos jardines así que jugaba a bautizar cada jardincito con nombres de países con alguna soberanía. Chile, por ejemplo, era el jardín con flores rojas como los copihues que estaba al final de mi calle, EEUU era el jardín del internado de niñas que era inmenso (una gran cárcel de mini mujeres) , Brasil era el jardín de la confitería donde cada día comprábamos chuches y el desierto del Sahara, las arenas que cruzaban las líneas del tren. Allí no había flores, sólo una animita abandonada de algún niño que cruzó confiado en que le ganaría la carrera a la gran máquina.

Mi ciudad siempre fue un gran desierto. Contaba por pocas la vegetación de cada esquina; un arbolito pobre, un arbusto semi-seco, los dedos que siempre vencían la resistencia y lograban crecer y alguna que otra flor aislada.

Lo bueno es que siendo niño jamás te aburres. Por más que vivas en el desierto más árido, para ti es un vergel.

Algunas tardes, en vez de irme a casa, me iba a los jardines de calle Orella subiendo por el Sokol y buscaba caracoles que coleccionaba para hacerles sacar las antenas. Luego cambié a lo de bautizar los arbustos con nombres de países y luego me contagié con la fiebre de hacer caricaturas, cómics y dibujar todo lo que se me pusiera por delante: desde cortezas y hojas de árboles hasta superhéroes rocambolescos (mi preferido era la mujer fantasma, una mujer de cara violeta que había muerto ahogada y que volvía de la muerte para hacer justicia), pero la verdad es que todos eran pseudo copias de los ya existentes. Con ocho años, ya hacía cómics pero con los héroes que todos conocíamos.

Antes de eso, a los seis, recuerdo que jugaba a construir catedrales que no eran más que casuchas de latón que llenaba por dentro con velas encendidas. Me gané una grande cuando casi enciendo el muro del patio.

A los nueve años me dio por tener un equipo de química y los menjurjes que preparaba se los daba de beber al gato para transformarlo en un super bicho, pero casi lo enveneno. Luego pasé la mala experiencia con un triciclo de plástico con el que hacía un circuito que iba de la puerta que daba a la calle hasta el fondo del patio junto al baño común que compartíamos con dos casas vecinas, una de ellas era la casa de Don Luis. En la otra vivía una mujer sola con Igor, su hijo pequeño, al que dejaba solo y encerrado todo el día para irse a trabajar y salir adelante. Lo del triciclo se acabó cuando me dio por lanzarme calle abajo, entre los coches, hasta la línea del tren. Me gané una buena retahíla otra vez.

Parecería que era un niño travieso o quizá algo pillo pero no. Era un niño aburrido en un oasis. Suena raro, pero vivía en el paraíso y sin embargo quería escapar, saber qué mundos había más allá del cierre del vecino. Explorar. Y eso aterrorizaba a mis padres.

Comencé a tener conciencia de que existían los demás niños a partir de los nueve años. No es que no supiera que afuera de casa había más gente, era que sólo les veía como personajes de una gran película que era mi vida y no me encariñaba ni trababa amistad con ninguno porque sabía que tendrían papeles secundarios. Y no quería agobiar a mis padres con aquello de ¿porqué se han mudado los vecinos? De ese modo aprendí a ignorar a la gente, como si fuese autista, aprendí a caminar solo. Incluso jugaba con la típica banda de críos en un pasaje a correr como en las Olimpiadas, pero yo siempre seguía corriendo más allá de la meta porque para mí era el único ser de la tierra que corría y corría por las calles.

Era como un niño subnormal superdotado.

En el colegio siempre tuve la sensación que iba a perder el tiempo. Todo lo asimilaba muy rápido e iba a toda prisa devorando libros de textos, sumas, restas, multiplicaciones, cosas así. Todo parecía muy fácil. No tenía necesidad de esforzarme. Y sin embargo, las cosas humanas y terrenales ¡los sentimientos! ... esos me costaban más. No entendía lo que era sentir algo por alguien, solo me dejaba llevar. No recuerdo haber sentido miedo, dolor, pena, nada de eso. Solo quería aprender. No tenía tiempo para sentimientos que los demás podían expresar por mi.

Y me dedicaba a divagar. Pensar y pensar en otros mundos lejanos más allá de las ventanas frías del colegio, mas allá de la cancha de fútbol de cemento, subiendo las escaleras que daban a la parte trasera del salón de actos, huyendo de los niños que sólo querían jugar al voley-ball, atravesando las cortinas del escenario y ¡zas! El público aplaudiendo cada lunes por la mañana después de alguna representación teatral donde hubiese estado yo, siendo otro.

Soñaba y soñaba con que era el personaje principal de las más fantásticas aventuras que los libros me transmitían. Soñaba con ser Matías Matatías, Aladino, un astronauta que aterrizara en la luna, un explorador que viajaba al futuro o al pasado, un ser microscópico que recorría el cuerpo humano, un gigante que cruzaba de un salto el océano atlántico, un hombre que sobrevivía en este planeta respirando un elemento más denso que el oxígeno... Hasta que me despertaba una voz diciendo ¡Eh usted!, el flaquito del fondo, ¿Quién era Don Bernardo O’higgins?

Miraba a mi alrededor, la escuela, mis compañeros de clase, mis profesores, mi familia, el vecindario, las calles llenas de tierra, los tanques de latón donde juntábamos agua para beber y donde nadaban pequeños gusanitos, las callecitas que llevaban a casas y casas de una planta donde se agolpaban los niños aburridos, miraba el mar desde mi casa en los cerros colgándome del cierre para ver más allá el gran cerro de Juan López. Me bastaba con irme a Juan López, para mí eso equivalía a mudarme de planeta.

- ¿Quién era Don Bernardo O’higgins? – insistía la voz.
- ¡Un día me voy a ir de aquí!
- ¡Vale, muy bien, pero ahora dígame quién era O’higgins y porqué vestía así!
- ¡Vestía así porque iba a una fiesta de disfraces!

Recuerdo que me levanté de mi sitio, cogí de la mano a la niña más guapa del curso, Johanna López, y la arrastré hacia la puerta. Ella llevaba una manzana roja en la mano y me dijo que la podíamos comer si nos daba hambre (se pensaría que nos íbamos de viaje a un lugar muy lejano y nos valdría para el camino porque de otro modo no se entiende)

Me detuvieron casi al llegar a la puerta y regresé cabizbajo porque no era la hora del recreo. Dejé a mi doncella en su sitio, me gané una anotación negativa y volví a mi asiento a seguir escuchando la historia del Bernardo éste.

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